Sísifo
Por Elena Garritani
Ya sea que me despierten los rayos del sol o la niebla del alba, ella está allí en el borde oscuro de la montaña. Ella está allí: dura, ríspida, soberbia, indiferente piedra sin alma. La arrastro con toda la fuerza de que soy capaz, y, como para sostener el esfuerzo del ascenso, la voy nombrando mientras el tiempo sucede: piedra del alba, piedra del amanecer, piedra de la tarde, piedra de la lluvia, piedra del último resplandor del sol, piedra de la noche, piedra.
Al principio, cuando la condena era reciente, intenté remontarla por distintos senderos. Primero lo hice por el que me parecía más directo, luego por el de mayor vegetación, después elegí aquel en que algún arroyo al descender dejara sentir el murmullo del agua. Alterné unos y otros como si pudiera hallar una suerte de alivio al recorrer senderos diferentes. Al cabo de un tiempo de alternar distintos caminos. Ahora siempre voy por el mismo atajo, el más escarpado y riesgoso; allí donde los abismos están más cerca de mis pies y de mis manos. Cuando instalo la roca en la cima, es decir cuando sólo me resta descender, miro cara a cara la algodonosa lumbre de la luna ¿ una forma de consuelo, acaso? No, no hay consuelo, aunque el descenso es aliviado sin el peso abrumador de la roca, quien, después de descansar en promisorio equilibrio un tiempo nunca mensurable, se desliza lenta o abruptamente hacia la base de la montaña. La piedra cae, y mi mente se hunde en su caída.
El suplicante tiempo de las plegarias terminó, como también el maravilloso tiempo de las blasfemias. Cumplo mi destino como un ciego, como un poseso. Como lo que soy, un condenado. Una vez abajo, el descenso siempre es casi vertiginoso, me instalo en la pequeña cueva al pie de la montaña, me derrumbo en un sueño blanco y sin matices. Ni dormido puedo gozar la oscuridad de la noche absoluta. La noción del tiempo se ha evaporado: como las lluvias, el viento y las nubes, huye de las travesías sin fin.
Un día me levanté abrumado, como siempre; el sol reinaba, no había cerrazón y la niebla era apenas un cuerpo etéreo. Con el repetido y acostumbrado esfuerzo del ascenso instalé la roca en la cima de la montaña; y la luna alta demasiado alta, inalcanzable, me miraba. Una luna desmesurada parecía desafiar su dominio en el cielo con la sólida roca. Sin pensamientos, me abracé a la piedra maldita, y después de oscilar brevemente con el cuerpo adherido a sus bordes, rodé con ella en los pliegues de la noche, en contra del capricho de los dioses, hacia la oscuridad eterna.
Ya sea que me despierten los rayos del sol o la niebla del alba, ella está allí en el borde oscuro de la montaña. Ella está allí: dura, ríspida, soberbia, indiferente piedra sin alma. La arrastro con toda la fuerza de que soy capaz, y, como para sostener el esfuerzo del ascenso, la voy nombrando mientras el tiempo sucede: piedra del alba, piedra del amanecer, piedra de la tarde, piedra de la lluvia, piedra del último resplandor del sol, piedra de la noche, piedra.
Al principio, cuando la condena era reciente, intenté remontarla por distintos senderos. Primero lo hice por el que me parecía más directo, luego por el de mayor vegetación, después elegí aquel en que algún arroyo al descender dejara sentir el murmullo del agua. Alterné unos y otros como si pudiera hallar una suerte de alivio al recorrer senderos diferentes. Al cabo de un tiempo de alternar distintos caminos. Ahora siempre voy por el mismo atajo, el más escarpado y riesgoso; allí donde los abismos están más cerca de mis pies y de mis manos. Cuando instalo la roca en la cima, es decir cuando sólo me resta descender, miro cara a cara la algodonosa lumbre de la luna ¿ una forma de consuelo, acaso? No, no hay consuelo, aunque el descenso es aliviado sin el peso abrumador de la roca, quien, después de descansar en promisorio equilibrio un tiempo nunca mensurable, se desliza lenta o abruptamente hacia la base de la montaña. La piedra cae, y mi mente se hunde en su caída.
El suplicante tiempo de las plegarias terminó, como también el maravilloso tiempo de las blasfemias. Cumplo mi destino como un ciego, como un poseso. Como lo que soy, un condenado. Una vez abajo, el descenso siempre es casi vertiginoso, me instalo en la pequeña cueva al pie de la montaña, me derrumbo en un sueño blanco y sin matices. Ni dormido puedo gozar la oscuridad de la noche absoluta. La noción del tiempo se ha evaporado: como las lluvias, el viento y las nubes, huye de las travesías sin fin.
Un día me levanté abrumado, como siempre; el sol reinaba, no había cerrazón y la niebla era apenas un cuerpo etéreo. Con el repetido y acostumbrado esfuerzo del ascenso instalé la roca en la cima de la montaña; y la luna alta demasiado alta, inalcanzable, me miraba. Una luna desmesurada parecía desafiar su dominio en el cielo con la sólida roca. Sin pensamientos, me abracé a la piedra maldita, y después de oscilar brevemente con el cuerpo adherido a sus bordes, rodé con ella en los pliegues de la noche, en contra del capricho de los dioses, hacia la oscuridad eterna.
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